lunes, 2 de mayo de 2011

María Domínguez (Primera alcaldesa de la democracia)

Recreación literaria de cómo podrían haber sucedido las últimas horas de María Domínguez 




Aunque temidos y esperados, aquellos golpes en la puerta en mitad de la noche estremecieron a María. Sentada en la mesa de la cocina, envuelta en una manta, pues las últimas brasas de la cocinilla se habían apagado hacía horas, esperaba aquella visita nocturna. Aquel septiembre fue frío y las nieblas recorrían la comarca retrasando la vendimia con la esperanza de que el sol apareciese y disipase las brumas.El resto de los habitantes de la casa se habían acostado tras la cena, una clarísima sopa de cebolla y pan, que sería lo último que la exalcaldesa de Gallur se llevaría a la boca.


Localidad que vió nacer a María
Fuendejalón: la que le vió morir
Tabuenca: asesinato de su marido Arturo

- Al menos está caliente- fueron las únicas palabras que su hermana pronunció durante la cena, a modo de innecesaria excusa por la pobreza de la mesa, antaño repleta de embutidos y frutas que hacían las delicias de los visitantes.

Algo en su interior le señaló que ésa sería la noche elegida por las partidas que recorrían los pueblos para ajustar cuentas en el pueblo. Lo único que sintió fue la pena de tener que morir fuera de su Pozuelo de Aragón natal, o del propio Gallur, cuyo Consistorio dirigió durante unos meses. Arrojando la manta al suelo se precipitó a abrir la puerta para evitar que aquellos golpes en la puerta despertasen a los familiares que la acogían con caridad y duelo prematuro ante lo que todos sabían que iba a ocurrir. A su segundo marido, Arturo Romanos, ya lo habían fusilado unos días antes en la localidad cercana de Tabuenca. Ahora le tocaba a ella el turno de la venganza.

Hombres del Gallur de 1936


El motor de la camioneta seguía en marcha, pues no tenían previsto demorarse demasiado en detener a una mujer de cincuenta y cinco años que seguro no pondría resistencia. Un gesto amenazador en los labios y una indicación con la cabeza hicieron comprender a María que debía subir a la parte de atrás del vehículo. Había allí tres rostros conocidos de la zona, todos de varones que dirigían la mirada al suelo, como buscando en él una salida al ambiente macabro que reinaba aquella madrugada en la zaragozana localidad de Fuendejalón.

Imagen de Gallur a principios del siglo XX


Dicen que en los instantes anteriores a la muerte pasa por la mente a modo de selectivo resumen los momentos importantes de la vida. Si esto es cierto, María verá aparecer su infancia. Era la segunda y última hija de una modesta familia campesina. Como todos los niños del pueblo, trabajó pronto, vendimiando, espigando, arrancando trigo o cebada, cualquier labor que ayudase a la economía familiar. No obstante, se escapaba cuando podía a leer, recibiendo críticas de su madre por hacer cosas “poco femeninas”. Así pasó la juventud, hasta que sus padres le concertaron un matrimonio que mejorara la situación económica familiar, algo habitual por aquel entonces. Si su infancia no se distinguió por la abundancia de momentos felices, debido a las necesidades que sufrían las familias campesinas y al propio espíritu inquieto de María, que se ahogaba una y otra vez en la incomprensión de aquella sociedad atrasada; menos lo fue su repentino salto a la vida adulta, sin transición desde la infancia. De niña sometida a la autoridad de los padres se vio forzada a convertirse en esposa sometida a la del marido. Lo curioso es que los años de malos tratos y vejaciones a las que fue sometida en los tiempos de su primer matrimonio, se difuminaban en su recuerdo como una zona oscura que la memoria se esforzaba por olvidar. No iba a darle la satisfacción a su primer marido, Bonifacio de ocupar los últimos instantes de su vida como ocupó aquellos años de horror. Prefirió ver desfilar los momentos alegres y de complicidad disfrutados junto a Arturo, su segundo marido. Éste sí que fue elegido por ella como compañero. Compartían preocupaciones e ideología, y entre sueños de un mundo nuevo y mejor que debían ayudar a construir, discurrieron años de lo que ahora sentía como felicidad.
- No hay mal que por bien no venga- pensó en el interior de la camioneta. Los siete años de la pesadilla de su primer matrimonio, transcurridos en un escondido valle navarro, ejerciendo de maestra sin título, estudiando con esfuerzo sobrehumano en Pamplona y llevando el peso de la casa, le empujaron a la única salida que encontró en ese momento, la huida. A pie y sin apenas equipaje, la joven escapó a la enorme ciudad de Barcelona. Esta circunstancia le permitió establecer relaciones y entrar en contacto con ideas contestatarias contra la sociedad opresora imperante. Sin otra formación que la autodidacta se introdujo en el ambiente político y cultural del momento, llegando a ser una de las firmas femeninas con más reputación en la época. El País y el Ideal de Aragón fueron, entre otras, las publicaciones que recogieron sus pensamientos. Todavía recordaba con satisfacción cuando veía sus palabras publicadas y firmadas junto a otras tan reputadas como las de Clara Campoamor o la propia Concha Espina.
Pese a lo que habitualmente se piensa de que la mayor aspiración del ser humano es la voluntad de poder, no fueron especialmente placenteros los momentos en los que lo ejerció. Ostentaba la circunstancia de haber sido nada menos que la primera alcaldesa de España. Cargo del todo ajeno a la condición femenina hasta el momento. En 1932 la localidad de Gallur estaba en crisis, eran tiempos malos para la economía. La dictadura y la situación de crisis económica mundial afectaba a todos, pero como siempre era la gente humilde la que más la sufría. El gobernador civil de Zaragoza, consciente del peso adquirido por aquella mujer, llamó a María para presidir la comisión gestora que debía sustituir a la corporación municipal. Ella dudó, no tenía el respaldo de todos sus compañeros socialistas. No obstante, el 28 de julio de 1932 asumió el mandato, con el objetivo puesto en la educación que a ella se le había privado. María creía que la instrucción era el medio para reformar y modernizar la sociedad, por lo que buscó un lugar digno donde los niños pudieran formarse. El 6 de febrero de 1933 tuvo que dimitir por una ley aprobada en el Congreso que sustituía las comisiones gestoras creadas con carácter transitorio. Se marchó satisfecha de su labor, pero desilusionada y cansada de tanta censura a sus desvelos por el municipio. Dos enseñanzas extrajo de su pionera experiencia. La primera era la constatación de la inmadurez democrática que existía en la sociedad española de la II República, incluso entre sus correligionarios socialistas, y el largo camino que debería recorrerse para acabar con las desigualdades de clase y de género. La otra se materializaba en aquella camioneta destartalada que le conducía hacia la muerte. La resistencia de los grupos hasta entonces dirigentes. Gentes que habían monopolizado el poder durante siglos. Antes como nobles estamentos, entonces como clase propietaria y siempre legitimados por una Iglesia amante de privilegios y distinciones que la alejaba del mensaje cristiano al mismo ritmo que ampliaba su poder terrenal. Veía la acusación de intrusa en sus miradas. Carnívoros al acecho esperando el momento en el que se diera vuelta a la tortilla. La venganza llegará, podía leer en sus ojos. Y ese era el momento. Debía pagar por su osadía.
Una mujer con tres enormes pecados en su haber: intelectual y pensadora, irrespetuosa e inconformista con los valores familiares tradicionales y activista política en defensa de los más desprotegidos. Debía pagar por su osadía.
Fusilados en Badajoz en escena similar a la vivida por nuestra protagonista



Todo ocurrió demasiado rápido. Los bajaron a trompicones de la camioneta cuando llegaron a la encalada tapia del cementerio. Ninguno de los cuatro perdió los nervios ni se vivió ninguna escena de pánico. La resignación reinaba en el ambiente. El alba llegaba y ese era el momento elegido para la muerte. Los disparos resonaron por las calles del pueblo con un eco que ya se hacía demasiado habitual en aquellos días. Primero el sordo y grave de los fusiles y después los agudos y metálicos de pistolas que remataban con el tiro de gracia. Un único chillido ahogado se escuchó en el frío amanecer. Salía de la misma casa donde María se resguardo en su espera final. La mano cálida pero firme de su cuñado cubrió la boca de la hermana con fuerza y cariño. Ni tan siquiera pudieron lamentar las muertes de la familia. Disimular un duelo por temor y vergüenza era común entonces. Debe ser responsabilidad nuestra que ese lamento se libere. Nuestra sociedad tiene la obligación de dar a todos la posibilidad de llorar o recordar a sus muertos. Y en este caso concreto, por la defensa de valores como la democracia, la igualdad social y por encima de todo la libertad, la muerte de María Domínguez Remón nos pertenece a todos. Y su recuerdo también

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